sábado, 17 de enero de 2009

En la vía

Esta mañana salí a mi caminata matutina, hace un par de meses no lo hacía, el aire estaba fresco y el firmamento tenía el clásico gris que vaticina una tarde lluviosa, efectivamente lo fue. Andar por la carrilera me resulta atractivo, para mí es como reactivar la memoria, recuerdo que a mis ocho años el tren encerraba una magia especial, su tambaleante movimiento no lograba marearme, todo lo contrario, complementaba la escena construida por el magnífico paisaje de mi Valle del Cauca, y yo, con mi rostro en la ventana cerraba los ojos, me dejaba llevar por la brisa que movía mis crespos y por el olor a pasto, a caña. Soñaba entonces con mundos lejanos, me inventaba historias como la de ser mochilera, vestida de camisilla, jeans, tenis, un gran morral en la espalda y con un destino impreciso a dónde la vía me llevara.

Camino entre los rieles con la mirada fija al suelo cuidando de no dar un traspié, lamentablemente mi panorama no es el de otrora, la vía está descuidada, sucia, desagradablemente sucia: botellas, papeles, colchones, excretas de vaca, de perro, de humano y hasta el cadáver de un minino trozado por la mitad, estaba en una posición tal que sospeché que se había tratado de un suicidio y pensé hasta los gatos se hastían de la vida, entran en depresión y acaban con sus días.

Al mirar al frente identifico una figura conocida. A unos cuantos metros de distancia, allá, sentado sobre los rieles, un hombre moreno de unos 50 ó 60 y algo de años, un hombre de la calle, no es el término más digno, pero es el menos ofensivo que encuentro para dar seña alguna de él. Me es conocido porque lo he visto muchas veces en los semáforos pidiendo dinero. Su suerte no es la misma de todos, ésta es distinta, está reducida a un carrito de balineras que le sirve como instrumento de locomoción, sus piernas las perdió durante una batalla, la vida. En ciertas ocasiones he escuchado su historia, pero ahora no aparece en mi memoria.

Al acercarme, el hombre del carrito saluda – buenos días – yo le devuelvo su cortesía – buenos días – lo rodeo porque está en el camino y sigo mi ruta que se impregna con el desagradable olor que emana, no lo culpo, la calle no es un buen hotel.

- Ayer también estaba ahí, quien sabe que tendrá en la cabeza ese pobre hombre. Comenta una señora que pasa por el lugar.

En mi mente se quedó su imagen. Continúo la marcha y llego a mi destino donde acostumbro hacer un circuito de caminata y retorno por los rieles camino a casa. De regreso, allí estaba el hombre del carrito, esta vez de espaldas, erguido, con un sombrero roído en la cabeza. El hedor llega primero, el viento está en contra, hago el mismo movimiento, lo rodeo, esta vez lo observo un poco más, su mirada esta perdida en el horizonte, como esperando algo, le es indiferente si lo miran o no, pienso hablarle pero a la vez no quiero interrumpir su meditación, su abstracción de la realidad. Creo que era obvio pensar, al ver sus condiciones de vida, que estaba esperando el paso del tren que lo llevaría al descanso eterno, al fin de sus dolencias, eso es lo primero que pasa por mi cabeza tratando de encontrar una explicación para este evento.

Observar su mirada sin esperanza, me transportó inmediatamente a la mirada de mi abuela, era la misma… mi abuela lleva un año reducida a la cama debido a una trombosis, para ella, una mujer de 83 años que solía gozar de una vitalidad de roble, este hecho es la muerte en vida, por eso no se toma las medicinas, constantemente llora y se le alcanza a entender cuando a media lengua dice: me quiero morir.

Vivimos en una eterna contradicción, insatisfacción, injusticia. Se rumora que la pelona no discrimina… confieso que yo, completica, con mis cinco sentidos rodando, he pecado, unas cuantas veces le he pedido que me lleve cuando no le encuentro razón a nada y precisamente nada ha pasado. Nadie se muere en la víspera, cita un sabio adagio popular. Entonces, ceñida a la realidad me consuelo ¿A dónde va el buey que no tenga qué arar? Y avanzo.

Sigo mi ruta y en los rieles dejo a aquel hombre, regreso a casa y durante el día al realizar mi jornada, me pregunto si mañana lo encontraré allí.

Mi abuela y según mi apresurado juicio, el hombre del carrito, junto a muchas almas más, esperan en fila su hora, el fin, la muerte, esa que nos respira en el cuello, esa que al estar en sensatez espero llegue cuando mis propósitos estén cumplidos y como en mis sueños de infancia, en forma de tren, pueda abordarlo tranquilamente con destino al paraíso o al cielo, que se yo. Y mientras eso pasa, seguiré en la vía saltando obstáculos, mirando cuidadosamente para no dar un traspié, pasando los altos y bajos, saboreando cada instante, respirando.

Los espejos me devolvieron el reflejo de la realidad, de mi suerte frente a otras suertes, una realidad cruda, cruel y a su vez maravillosa. Atendí a las señales: para mí hoy, en la vía, la muerte fue un soplo de vida.